BERNAT ARTOLA i TOMÁS
Una de sus facetas menos conocida es la de estudioso y
crítico de arte. En los años 50 colabora muy estrechamente con D. José Camón
Aznar, en la Fundación Lázaro Galdiano que éste dirige. Esta Fundación edita una
publicación bimestral denominada "GOYA Revista de Arte".
Independientemente de su colaboración en estudios y trabajos con Camón Aznar, la mayoría firmados por éste último, podemos encontrar los siguientes trabajos realizados y firmados por Bernat Artola.
Revista nº 16 Enero-Febrero 1957
JOAQUÍN SOROLLA
En la exposición "Un siglo de Arte Español" 1856-1956
Revista nº 20 Septiembre-Octubre 1957
CRÓNICA DE MADRID
Críticas sobre pintura y escultura de las obras expuestas en
distintas Salas de Arte de Madrid, sobre los artistas Carmen Dosal, F. Moreno
Navarro, José y Ramón Lapayese, José Mª Ucelay y Santi Surós.
Revista nº 21 Noviembre-Diciembre 1957
CRÓNICA DE MADRID
Críticas sobre pintura y escultura de las obras expuestas en distintas Salas de
Arte de Madrid, sobre los artistas Alfonso Grosso, Enrique Reyzabal, Vicente
Castellano, F.Gimeno Barón, José Luis Galicia, Antonio López García, Juan
Escudero Pastor y Dibujantes de 1900 y Grabadores de hoy.
G O Y A
REVISTA DE ARTE
JOAQUIN SOROLLA
En la exposición
“Un siglo de arte español. 1856-1956”
JOAQUIN SOROLLA
Autorretrato (a.1912)
Colección F. Pons Sorolla
Uno de los móviles justificativos de la exposición organizada por la Dirección General de Bellas Artes, se cifró en la posibilidad de reivindicar los valores positivos contenidos en la obra de aquellos artistas nuestros que, un tiempo, gozaron amplio renombre y hoy conocen las jóvenes generaciones sólo de oídas, o poco menos. La experiencia de mostrar las viejas obras prestigiosas a la nueva sensibilidad, y someterlas a su estudio, ha sido sumamente instructiva.
Entre quienes han reafirmado ahora con mejor fortuna, gallardamente, los fueros de su arte personal, debemos destacar a Joaquín Sorolla Bastida.
Aunque la mayor parte de sus obras más características no se encuentran en España, las que se exponen en el Palacio del Retiro bastan para fijar los rasgos distintivos de su pintura y establecer su carácter esencial.
Nace Sorolla el 27 de Febrero de 1863 en la luminosa Valencia, y, cuando abre sus ojos al mundo del arte, se sorprende dolorosamente al verlo vuelto de espaldas a la realidad circundante, abstraído en artificiosas evocaciones del pasado, y por ello gustoso de vana arqueología, ciego ante el espectáculo de la vida que se le muestra fecunda. Sorolla ha de someterse a la coacción de la época, y paga su tributo también a la pintura de la historia. Sin embargo, ya en su “Dos de Mayo”, que presentó a la exposición nacional de 1884, busca vivacidad y no artificios; y en “El Palleter”, que le valió ser pensionado en Roma por la Diputación Provincial de Valencia, en 1885, se acentúa la ambición de movimiento. Pradilla, Villegas y Emilio Sala, fueron sus maestros en Roma y le ayudaron a perfeccionar sus medios expresivos; pero no supieron adivinar su vigorosa personalidad que un día habría de alumbrarse, con una técnica extraordinaria, temperamental, de auténtico superdotado. Podemos afirmar que la permanencia en Italia desorientó a Sorolla (como la estancia en París perjudicó a Domingo), descarriándole, momentáneamente, de su vocacional realismo o mejor dicho, naturalismo. Sobre su conciencia, hubo de sentir insinceridad de representar hechos del pasado sin conexión con el presente, el cual, sin embargo, percibía latente, deseoso de llegar a ser como “Hamlet”, hombre frustrado para la sensibilidad de Mallarmé.
A su regreso a Valencia, sufrió la influencia de Francisco Domingo Marqués, quien, contrariamente a los que trataban de sacudir el yugo neoclásico davidiano, buscando el arte en las representaciones de la vida regional, como Ferrandis o Borrás, se enfrentó con el natural vivo, estudiándolo honradamente en sí mismo, sin aderezos más o menos pintorescos, aunque sin prescindir por entero de ciertos resabios de museo. A Domingo se debe la introducción en Valencia de las inquietudes del impresionismo y sus hallazgos técnicos, que importó de París; pero él era un enamorado de la dicción pictórica, del modo de dar la pincelada (que tal vez aprendió en Vicente López, el cual influyó no sólo en el ámbito de la pintura valenciana, sino en toda España), y no podía, fácilmente, renunciar al deseo de su vicioso arabesco. Se dice (lo cuenta Rafael Doménech), que en la Academia de San Carlos de Valencia, en la clase de dibujo del natural, cogió un día el carboncillo, manchó bien la hoja de papel “Ingres”, y luego fue sacando claros, dibujando así el modelo desnudo. De este hecho, sin duda, arrancó el gusto excesivo por los brillos (recurso vigente aún en tantos artistas formados en una estética cortical y vana), que acusa más el carácter superficial de numerosas obras posteriores. La juventud valenciana aprendió de Domingo lo más aparencial, lo malo; muy pocos fueron los que supieron atisbar sus valores substanciales. Sorolla estimó, más que sus formulas interpretativas, su valiente actitud al enfrentarse con la realidad, ya que coincidía con sus propios postulados. Y cuando en 1890 Sorolla va a París y pinta “El Boulevard”, evadiéndose del encierro académico, insoportable para él, pone de manifiesto que la escuela de Barbizon le había llegado a través de las obras de Bastien-Lepage, el menos impresionista del grupo.
Es justo preguntarse por qué en España, en una época tan pródiga en pintores dotados excepcionalmente para el ejercicio de su arte, no halló la debida resonancia la gran experiencia que representa el impresionismo y su técnica expresiva. Acaso debamos relacionar esta indiferencia con el hecho de constituir Roma la permanente meta de los pensionados oficiales. Por otra parte, el paisaje que dio primer ejemplo del nuevo quehacer pictórico, a pesar del naturalismo aclimatado “a la española” de Carlos Haes, y de sus seguidores Morera, Lhardy, Beruete, etc., no caló la sensibilidad de nuestros pintores, obstinados aún en sus artificiosas figuraciones. (El paisaje podía ser, solamente, un circunstancial escenario; un “fondo” para la representación de la comedia humana, pero carente de autonomía). Y es que, como dice el profesor Camón Aznar, “en España el impresionismo no es un movimiento estético, sino una expresión racial”. Hay una ley interior que se impone a toda presión extraña, y la raíz ibérica aflora, en la obra de creación, los ocultos veneros patrios.
El ideal de Sorolla era “crear una pintura franca, una pintura que interpretase la naturaleza tal como es, verdaderamente; tal como debe verse”. “Que la visión y la percepción subjetiva se correspondiese con la verdad viva de los seres y de las cosas”. Esto podría situar a Sorolla entre los académicos que imitan, no entre los artistas que metamorfosean. Sin embargo, si la acción es una expresión incitada por el objeto y la expresión es una acción provocada por móviles subjetivos, él, Sorolla, obedecía a excitaciones de la realidad exterior y, en consecuencia, su obra es una “expresión emocional”, una “acción expresiva” capaz de transformar, épicamente, la realidad.
Pero para evidenciar su idea, para su propósito de apresar la vida en su flagrante instantaneidad y ofrecérnosla en plástica imagen, Sorolla necesitaba de disponer de una técnica fluidísima, rápida y certera, y de unas aptitudes ópticas casi milagrosas. Cuando en Asís pintó “El padre Jofré protegiendo a un loco”, inició la técnica que había de servir sus designios. Pradilla en Roma, y en Madrid el sevillano Jiménez Aranda, influyeron en Sorolla enseñándole a domeñar sus impulsos, sujetándolos con la disciplina de un dibujo riguroso; pero, especialmente, gravitaron sobre su arte el ejemplo de Domingo, la vibrante pincelada de Pinazo y las teorías de Sala, gramático del color.
Aunque Eugenio d’Ors, dijo, “…. Cuando entre nosotros se consideraba como un pintor luminista a Joaquín Sorolla, en cuya obra la opacidad se ha vuelto ya paladina para quien se coloca ante sus cuadros, sin encontrarse incurso en el gremio de los que –tienen -ojos y no ven-, debemos considerarlo como una desorbitada afirmación al suponer que se confunda la plástica realización con la deslumbrante realidad representada”. Tormo, sin embargo ha podido afirmar de Sorolla: “uno de los portentos de la naturaleza en la Historia del Arte; el caso de la más admirable retina que se impresionara de la luz y la máxima velocidad y mágico acierto de pinceladas”. No hace falta insistir acerca del interés que presenta para los pintores. Los comentarios de Aureliano de Beruete son aleccionadores.
En Valencia, Ignacio Pinazo había descubierto un elemento anecdótico que incorporó a la pintura naturalista y pintoresca: el “monaguillo”. Y así como después de los primeros éxitos internacionales de Picasso, muchos pintores, en vez de acometer creaciones propias, originales, se ocuparon de imitarlo y se multiplicaron las naturalezas muertas a base de guitarras, violines, copas, botellas, pipas, etc., (y también los losangeados Arlequines de la comedia del arte), tras el descubrimiento del “monaguillo” como valor anecdótico y plástico efectista, con su roja sotanilla y el blanco roquete plisado destacando de la penumbra del templo, por todas las tierras valenciana surgieron cuadros con escenas de “monaguillos”. Hay una etapa de “monaguillismo” en los pintores valencianos de hace cincuenta o sesenta años; algunos no pudieron redimirse de ella y en “monaguillos” quedaron o en “escolans d’amen”. Hasta Picasso pinta su “Monaguillo” en la época barcelonesa.
Sorolla también se rindió a la transitoria boga, y en 1892 pintó “El Resbalón del monaguillo”. No deja de resultar esto sorprendente en quien se gozaba no con los primores de lo pintado, sino con las virtudes incisivas de los vivo; y vivo equivale a decir diferente de los demás. No obstante, Sorolla, que fue elaborando sus propios medios expresivos, instrumento adecuado para evidenciar su creación, se encontró a sí mismo al enfrentarse con la luz de su nativa Valencia; inmerso en la radiante atmósfera de la playa, ante el mar rizado en frondas diamantinas. Valencia no es tierra de color, sino de luz. El color se oculta, deslumbrado, y es forzoso al pintor aguzar la vista para descubrirlo y matizarlo. (Los cuadros de Anglada, Valencia, Campesinos de Gandía, etc., han nacido del recuerdo; están concebidos a través de una larga depuración de las múltiples sensaciones y emociones recibidas en sus peregrinaciones de observación. Así constituyen estampas decorativas; abstracciones a favor de los sentidos). Sorolla, supo hallar en la seca luz, que da blancos y negros escuetos, una riquísima gama de irisaciones, modelando, con policromía increíble y exacta, aquella realidad viva, llena de sugestión. Su paleta opulenta nunca es sombría, y acaso por eso se le opone a la austeridad de la tradición castellana; pero cada autor debe ser juzgado en su terreno. Es absurdo censurar a un artista jocundo y entusiasta, que pinta lo alegre y luminoso de la vida, porque parece olvidad el dolor y los tenebrosos abismos de este mundo. Y cuando se decide a ello, enconando con literatura social su limpia plástica, se le reprocha también la significación extra-artística. Hubo un tiempo en que era constante la campaña encaminada a menospreciar a los artistas levantinos y encumbrar, en cambio, medianías pictóricas, que, en modo alguno, podían ser parangonadas.
Sorolla, entre 1990 y 1907, pinta sus más admirables obras abrasadas de sol y destellando como gemas; “Escenas de playa”, “Sol de tarde” (1904), “Grupa valenciana” (1906), son hitos señeros en esta etapa. Pero también presentó en 1901 a la Exposición Nacional de Madrid, “La familia”, prodigioso retrato familiar, de cepa velazqueña, en el que Sorolla se complace en vencer dificultades de todo orden, para conseguir un trozo de pintura de noble traza española.
Ya luego, en 1908, expuso ¡nada menos que quinientos cuadros! En Londres; en 1909 llevó a la “Hispanic Society of America” cuatrocientos lienzos, y en 1911 celebró una exposición en Chicago de doscientas obras. Esta producción caudalosa, incomprensible hoy, en que un artista se agota con una producción anual de 20 ó 30 cuadritos, nos indica cuán difícil es enjuiciar y comprender, en sus vastas proporciones, la obra del pintor sólo por la limitada muestra que se nos brinda ahora. Asombra recordar su prodigioso friso hispánico de Nueva York. Y, sin embargo, hay elementos bastantes para que podamos estudiar los distintos aspectos de la creación sorollesca: desde el paisaje vivo y lleno de impetuoso dinamismo, como un estallido fulgurante que es “El puente de Triana”, deslumbrador, pero de finísimas tintas, que acredita a su autor de colorista excepcional, hasta el desnudo armonioso, en grises nacarados, a contraluz sobre la brillante seda rosada, sin que falten los breves apuntes, bellísimos; las escenas campesinas de candoroso encanto; retratos tan espléndidos como el del fotógrafo Franzen y cuadros marineros, aunque estén ausentes los de playa a pleno sol, tan típicos de su más cotizada época.
Como siempre sucede, el cegador éxito de Sorolla indujo a muchos pintores a imitarle; y surgió una pléyade de “sorollistas” que lo eran por los temas de sus cuadros, ya que no por su arte expresivo; la rica paleta de rosas y blancos, de amarillos y violetas, degeneró en la despectiva “tomateta i ou”. Y, como, consecuencia se asoció el nombre de Sorolla al del “mediterranismo”, entendiendo así la superficialidad. Una vez más se confirmó la frase de Benavente: “Bienaventurados nuestros imitadores, porque de ellos serán nuestros defectos”. Sin embargo, al hablar de “mediterranismo” debemos pensar en una manera peculiar de ver, o, acaso también, de exponer cualquier espectáculo ofrecido por la naturaleza. Una manera, no de ver siempre lo mismo, no de verlo todo de la misma manera, sino una especial disposición para captar, en cada cosa, aquello que sea afín al espíritu “mediterráneo” que lo contempla. Puede tenerse por una exaltación de los valores sensuales, pero ¿quiere esto decir, en arte, que se trate de obra superficial?
Sorolla con su genial pincelada portentosa no podía ser imitado sino en sus temas; pero los imitadores carecían de medios capaces de alcanzar una relativa aproximación. José Mongrell, sin embargo, entendiendo mejor que nadie la obra de Sorolla, dio su personal versión, su fórmula interpretativa, menos sintetizante, más prolija y matizada, y con ello dio alientos a los “sorollistas”. Pero la fuerza derivada de la solución amplia y briosa de Sorolla fue cambiando en una multicolor estampa de limitado alcance decorativo. Mongrell, con un concepto particular del naturalismo, fue más lírico. Sorolla pintó Valencia de otro modo; su orientación le llevó a representaciones más realistas. Mongrell, merced a un suave temperamento poético y una robusta calidad de pintor, libró a su pintura naturalista de caer en la vulgaridad del tópico. El encanto sensual del color, de la luz y de la forma, no resulta nunca trivial ni falso. La trascendencia de la pintura “mongrelliana” estriba en la gracia sobria y segura de líneas; en la alegría del color, y en la armonía y precisión de ritmos totales, que prestan a sus obras un tono sensual y lírico saturado de claro optimismo. Era natural que junto al “sorollismo”, de modulaciones demasiado personales para estar al alcance de todos, surgiese el “mongrellismo” que para una temática, playera o huertana, semejante, tenía soluciones plásticas menos sintéticas y geniales, pero igualmente eficaces. La obra de José Pinazo, de Rigoberto Soler, etc., se inscribe en un “mongrellismo” que no siempre se mantiene en los límites de elegante sobriedad de su maestro. Pocos serán los pintores valenciano, ya maduros, que un tiempo no se hayan visto solicitados por una de estas escuelas animadas de heliotropismo.
La luz que en el torrente de Pareys, en Mallorca, pudo ensombrecer la mente de Joaquín Mir (el pintor de la proverbial insistencia en trabajar días y días sobre un mismo lienzo), no fue capaz de volver la lucidez a quien, como Sorolla, un día, andando a lo deslumbrado, se perdió en la tiniebla. Una radiante mañana fue llevado a la playa de la Malvarrosa, que con la de Jávea, tantas veces fuera escenario de su triunfal tarea creadora. Sus familiares abrigaban la esperanza de que el reencuentro con las imágenes vivas del pasado habrían de reavivar en su mente las luces apagadas. Y, cuidadosamente, le bajaron del coche, de espaldas, para que la impresión no fuese demasiado fuerte. Volviéronle frente a la centelleante esmeralda del mar y, un momento, en sus ojos absortos, heridos por el deslumbramiento, pareció que iba a estallar el gozo recobrado. Pero, de pronto, una formidable carcajada proclamó la definitiva derrota de la luz. De aquella luz que él había amado tanto y le abandonó huyendo, con burlón cabrilleo, por los blancos peldaños del mar, hacia el abismo de la sombra.
B. ARTOLA TOMÁS
JOAQUÍN SOROLLA
Después del baño (a.1916)
Colección F. Pons Sorolla
JOAQUÍN SOROLLA
Idilio (a.1900)
Colección F. Pons Sorolla
JOAQUÍN SOROLLA
Jardines del Alcázar de Sevilla en invierno (a.1908)
Colección F. Pons Sorolla
JOAQUÍN SOROLLA
El puente de Triana (a.1908)
Colección F. Pons Sorolla
JOAQUÍN SOROLLA
El borracho (a.1910)
Colección F. Pons Sorolla
JOAQUÍN SOROLLA
Velas al Sol poniente (a.1904)
Colección Elena Sorolla
G O Y A
REVISTA DE ARTE
Nº 20 SEPTIEMBRE-OCTUBRE, 1957
CRÓNICA DE MADRID
CARMEN DOSAL
Esta prometedora artista expone en Galerías Altamira una colección integrada por veinticinco obras pictóricas, al óleo, de vario tema e interés. En ellas se hace presente la inquietud artística de la pintora, sensible a las manifestaciones del espíritu moderno, ambicioso de conseguir efectos inéditos con los recursos de una técnica rebelde a los caducos postulados del academicismo escolar inerte. Carmen Dosal acomete bravamente la empresa de transcribir estados apasionados de la naturaleza, y logra, con dramática vibración, comunicarnos su emocionada imagen. El arrebatado pinceleo de que se sirve la artista es adecuado para mostrar la instantaneidad más fugitiva e inestable. A veces la escasa pasta tendida con excesiva fluidez, y cierta monotonía cromática, empañan los nobles propósitos de Carmen Dosal. Pero las obras de más concreto empeño decorativo (la naturaleza femenina tiende a los valores concretos) le dan ocasión para lucir una paleta grata y fértil en recursos expresivos.
Carmen Dosal “Nocturno”
FRANCISCO MORENO NAVARRO (1914-2008)
En la Sala Berriobeña ha expuesto este artista un conjunto de pinturas al óleo en la cuales muestra su evidente dominio del oficio. Esta artesanía esencial y concienzuda (tan desdeñada hoy por quienes, ignorándola, cifran, sin embargo, todo el interés de la creación artística en los medios que la expresan) sirve al pintor para darnos versiones , siempre un poco escenográficas, de diversos aspectos pintorescos, recogidos en pueblos de la serranía charra, y también paisajes de horizontes amplios y plástica densa, que dan mejor ocasión a F. Moreno Navarro para lucir sus indudables condiciones con mayor soltura, alumbrando positivos valores pictóricos, muy estimables.
F. Moreno Navarro “Tierras rojas”
JOSÉ LAPAYESE DEL RIO (1926- )
Y
RAMÓN LAPAYESE DEL RIO (1928-1994)
En “Lapayese”, la nueva Sala de Arte abierta en la calle del Prado, los hermanos José y Ramón Lapayese del Río afirman la continuidad del buen arte salido del taller prestigiado de su padre, exponiendo algunas obras (pintura y escultura) que constituyen logradas experiencias, en creaciones al servicio del arte religioso de nuestros días. Las obras pictóricas de José Lapayese son de honda expresión acentuada por medios austeros de gran fuerza plástica. Su Santa Cena es particularmente interesante. El escultor Ramón Lapayese se complace en los dramatismos más desgarrados y gesticulantes; pero también en alguna obra, concebida con un sentido más decorativo alcanza delicadeza y gracia. Sutilizando las formas y los volúmenes según una estilización que tiende a lo lineal, logra creaciones tan esquemáticas que transcienden su espíritu sin el halago sensual de la materia. En ambos artistas la ausencia de concesiones a todo valor pintoresco de dignidad y nobleza a su obra.
José Lapayese “ La Cena”
Ramón Lapayese “Piedad”
JOSÉ Mª UCELAY (1903-1979)
En la Sala Toisón el pintor vasco José Mª de Ucelay nos ha ofrecido una muestra de su arte en veinticuatro obras de diversa temática y unánime interés. Este interés es el de la asepsia, la sequedad, que mantiene el artista como ajeno espectador de su pintura, sin ese efusivo apasionamiento capaz de comunicarse al que la contempla. La misma gama de colores, que se basa en fríos violetas, grises y ocres desvaídos, contribuye a determinar la impresión de una realidad intelectualizada. La calidad de la materia, por otra parte, se manifiesta recortada y mate, a la manera del temple, como queriendo acentuar su desdén por los valores más decorativos y sensuales. Y, sin embargo, son ésos los que, con mayor evidencia, se desprenden de la personal manera, elegante y sobria, con que José Mª Ucelay nos da su versión de los hombres y las cosas según la intimidad entrañable que expresan sus labores plásticas.
José Mª Ucelay “Chistu y tamboril”
SANTI SURÓS FORNS (1909-1982)
Los cuadros que expone en la Sala del Prado, del Ateneo, muestran que es un pintor evidentemente sensible a las inquietudes del espíritu de nuestra época, en cuanto a sus más expresivas formulaciones plásticas. Las especulaciones apasionadas de Rouault parecen orientar las de Surós, siquiera éste trate siempre de limitar sus posibilidades pictóricas, reduciendo a una constante gama de azules y rosas las dramáticas tintas profundas del gran artista Fauve. Los opacos perfiles, que en la obra de Rouault son como el plomo en que se engarzan los tonos puros de la vidriera, en Surós se desvanecen hasta sumirse en el fondo del cuadro, al que confieren categoría de caos: de él desgajan su corporeidad las formas transidas de pasión.
B. ARTOLA TOMÁS
G O Y A
REVISTA DE ARTE
Nº 21 NOVIEMBRE-DICIEMBRE, 1957
CRÓNICA DE MADRID
ALFONSO GROSSO (1893-1983)
El maestro sevillano Alfonso Grosso ha traído a Madrid, a la Sala Toisón, una muestra representativa de su arte lleno de plácida serenidad. En los interiores conventuales, de aéreas perspectivas tan características, la luz resbala amablemente sobre la escena anecdótica, pese a asumir el papel de verdadero protagonista del cuadro. Su buscada escenografía es expresada garbosamente con espontánea dicción y suavidades cromáticas que repudian todo dramatismo. Pintura agradable que transmite el encanto de la sencilla vida monjil, aunque, tal vez por la reiterada predilección temática, resulta, plásticamente, un poco “formularia” y convencional. En algún bodegón o naturaleza muerta se advierten calidades de mayor entidad pictórica. Entre los retratos expuestos, el de la madre del pintor constituye un feliz concierto de buen oficio, sobrio, contenido con aguda sensibilidad.
Alfonso Grosso “Interior de clausura”
ENRIQUE REYZABAL
En la misma Sala Toisón el pintor Enrique Reyzabal, erigido en cronista-pintor del Madrid actual, ha exhibido un excelente conjunto de paisajes urbanos, resueltos con una paleta optimista y graciosa. Aspectos ciudadanos que rezuman madrileño pintoresquismo y que, por su entrañable simpatía, transcienden, más que superficialidades turísticas, un profundo y esencial amor al escenario sentimental del pintor.
Enrique Reyzabal “La plaza de Salamanca”
VICENTE CASTELLANO (1927- )
Galerías Altamira ha inaugurado su temporada de exposiciones con unas realizaciones plásticas (collages y grabados al aguafuerte) del pintor Vicente Castellano, que pertenecen al joven y laudable “Movimiento artístico del Mediterráneo” animado en Valencia por Juan Portolés. Vicente Castellano acusa en su quehacer artístico, las formas promulgadas por las últimas promociones de París, en cuya capital reside. La sensibilidad del pintor se ha deslumbrado por las experiencias ajenas, y su obra se ha hecho eco de cuanto consideró estimable. Pero al reelaborar por cuenta propia la lección de los otros, demasiado sumido en el afán deportivo del juego plástico ha olvidado su acento personal, como tantos artistas verdaderos que hoy enmascaran y ocultan su auténtica verdad, adoptando la expresión de fórmulas mostrencas. Vicente Castellano es un artista estimado al que quisiéramos ver más dueño de sí mismo, ahora que lo sabemos dueño de los elementos que pueden evidenciarle.
Vicente Castellano “Collage”
FRANCISCO GIMENO BARÓN (1912-1978)
Caso por completo diferente es el del pintor Francisco Gimeno Barón, que en las propias Galerías Altamira ha mostrado una serie de paisajes y bodegones. Gimeno Barón, fiel al arte naturalista de su nativa tierra, (Villarreal-Castellón),se complace en considerar la pintura no como un juego intrascendente o una evasión, sino como una lucha del hombre por apresar la realidad y el tiempo fugitivo, Sabe lo que quiere, posee cumplidos medios técnicos para expresarlo, y, sin vacilaciones que invalidarían su obra, tiende derechamente a su fin, el cual se cifra en la representación de la realidad exterior, con plástica digna y sólidamente enraizada a la tierra y a los hombres. Pintura sensual, con calidades puramente pictóricas, sin concesiones al artificio cromático de lo bonito y trivial.
F. Gimeno Barón “Pueblo”
JOSÉ LUIS GALICIA (1930- )
En la Sala del Prado, del Ateneo han expuesto sus obras dos artistas de muy diversa orientación estética. José Luis Galicia primeramente colgó 27 trabajos gráficos (mono-tipos) con motivos de paisaje, bodegones, floreros y diversas composiciones. Desde luego el arte de José Luis Galicia, de ambiciones literarias en alguna ocasión, posee una especial gracia, tanto en la estilización de las formas como en los juegos de color a que se entrega. Se diría que se trata de proyectos para estampación de tejidos. Pero, por el evidente encono extra-plástico que poseen, mucho nos tememos que el pintor considere como despectivo que estimemos sus realizaciones sólo en su valor decorativo y de aplicación.
José Luis Galicia
“Picador levantando a su toro”
ANTONIO LÓPEZ GARCÍA (1936- )
Con posterioridad a esta exposición, en los mismos locales del Ateneo se nos ha ofrecido un conjunto de pinturas al óleo y dibujos de Antonio López García, tan sorprendente en su ingenuidad como en la emoción humana. Aquí lo importante es la anécdota narrada: retratos familiares, concebidos a la manera antañona del patetismo tradicional; formas clásicas expresadas con truncas inconexiones, junto a objetos de la realidad cotidiana; sombras fantasmales que acentúan el dramatismo de un color desvaído y como ausente…. La personalidad de Antonio López García es singular y por ventura desconcertante. Hemos de esperar nuevas obras de este artista para dilucidar lo que en ellas hay de voluntad y hallazgo.
Antonio López García “Bodegón”
JUAN ESCUDERO PASTOR
Juan Escudero Pastor, en la Sala J. Berriobeña, ha montado la primera exposición pública de su pintura. Se trata de un joven paisajista, el cual se enfrenta con la Naturaleza, más o menos pintoresca, y la transcribe valientemente en lienzos de considerable formato, con el arrebatado apresuramiento de una nota rápida. Esto, que confiere a sus obras el atractivo de una espontaneidad jugoso y limpia, resulta, a veces, peligroso de incurrir en inexpresiva monotonía o pobreza. El encanto de una nota, de un apunte, reside en la instantaneidad de la impresión que el pintor ha percibido y nos quiere transmitir. Un cuadro, ya ambicioso de saberes técnicos, ha de servirse de ellos, no como arabesco que distraiga de lo principal, (que es lo importante), sino para no errar en lo menos, que es el oficio; más evidente cuanto menos se deja advertir. Creemos que en Juan escudero Pastor puede lograrse un buen paisajista. Arrestos y vocación no le faltan.
DIBUJANTES DE 1900 y GRABADORES DE HOY
Una sabrosa evocación del arte de nuestros dibujantes de 1900 nos ofreció la Sala Berriobeña. La serie de dibujos, enjundiosos de honradez profesional y de gracia expresiva, nos recordó la personalidad de algunos de nuestros ilustradores gráficos famosos: Alberti, Bartolozzi, Borrell, Capiello, Cerezo Vallejo, Cornet, Cutanda, Edefé, Fresno, Mecachis, Pellicer, Ramírez, Sancha, Tirso Torres, Tito y Tovar.
También en la misma Sala Berriobeña, un grupo de artistas del aguafuerte han querido mostrarnos excelentes grabados. Las de L. Alegre Núñez son magníficas obras, fruto de su estancia en Italia, en las cuales la finura lograda y el concepto pictórico de lo lineal evoca la maestría de un Esteve Botey o un Rafael Estrany. C. Casado, con sus fuertes estampas turísticas de Toledo, Ávila, Burgos, Salamanca y Turégano, así como J. Tola en sus aspectos de Madrid o un Puerto pesquero y en Rincón de Santiago de Compostela, se manifiestan triunfantes del enojo mecánico de su oficio, gracias a lo cual se evidencian artistas. Y asimismo E. Marín, con la sola obra que presenta, y R. Hernández Prado, con sus grandes planchas Calle de la muerte y la vida, de Ávila, y Castillo de Villaviciosa de Odón, y en sus rincones urbanos de Madrid o de Ávila, se nos descubren notables grabadores, maestros en el difícil arte de servirse del perfil abstracto para expresar la realidad concreta que captan los sentidos.
B. ARTOLA TOMÁS